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Cuentos Grotescos

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Publicados a lo largo de una vida irreverente y accidentada, los Cuentos Grotescos, cuya primera edición está próxima a cumplir un siglo, se han convertido, desde hace mucho tiempo, en un material indispensable para la forja de los sueños y las identidades venezolanas, múltiples y contradictorias como los cuentos mismos.

En un esfuerzo por mantener viva la memoria de José Rafael Pocaterra (1899-1955), Caobo Ediciones se atreve a reeditar la obra de este autor de Valencia (la de Venezuela), una obra deliciosa y de muchos usos; entretenida y combativa, para quienes se inquietan de nostalgia o de curiosidad por una tierra que está hoy lejana, en la geografía o en el tiempo; para ayudar a ver mejor de dónde venimos y cómo hemos llegado hasta aquí: porque vale más un buen libro en la mano que mil tesis académicas volando en el aire.

Para los criollos, un pedacito de su folclor y de su país; para los españoles y canarios (¡y los hispanos todos!) un clásico que clama por su lugar en la universalidad de nuestras letras: cuarenta y cuatro relatos que dejan entrever la fibra humana de la que estaba hecho su autor, un hombre que fue, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Esta edición se basa en la colección de cuentos que el autor recopiló, publicada en 1955 bajo “Ediciones EDIME”, y que reúne relatos previamente publicados en diversas revistas y colecciones. Cada vez que fue apropiado, actualizamos la ortografía al español moderno, sin embargo, mantuvimos intacto el estilo colorido de Pocaterra, sus “venezolanismos” y sus juegos de palabras en el lenguaje regional.

Esperamos que esta nueva edición de un clásico venezolano les traiga alegría y calidez.

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(libro de bolsillo)

José Rafael Pocaterra

periodista, escritor, activista político

José Rafael Pocaterra vivió en Venezuela en la primera mitad del siglo XX. Fue un periodista, escritor y activista político que luchó contra las dictaduras de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez en Venezuela. Durante ese período, pasó varios años en prisión, incluso en la infame prisión de la Rotunda. Posteriormente, en 1929 participó en el fallido intento de golpe, la denominada expedición “Falke”, organizada por el general Delgado Chalbaud, a quien había conocido en la cárcel.

En 1939 se convirtió en ministro de Comunicaciones bajo el gobierno de Eleazar López Contreras, y luego ocupó diversos cargos de embajador. Tras el asesinato de Carlos Delgado Chalgaud en 1950, renunció a su cargo de embajador en Estados Unidos. Falleció en Montreal en 1956.

A lo largo de su vida y sus viajes, siguió escribiendo. Su obra más famosa son sus memorias, así como una serie de cuentos en estilo realismo social sobre la vida en Venezuela, muchos de los cuales se centran en su ciudad natal de Valencia.

Extracto del libro

La llave

I

— Divino, chica, divino…

— Pero, pasa, pasa para acá.

Un instante cesó el parloteo de las dos amigas. En mitad de la habitación, entre los dos veladores con su abatjour, con algo de litúrgico, de solemne, de pecaminoso, se extendía, en cedro oscuro y repulido, con un estilo imponente, semi-imperial, el lecho agobiado de cortinas, intacto, al parecer, bajo sus ropas lujosas.

Y no era ni en la sala donde ellos habían derrochado buen gusto, ni en aquel saloncillo coqueto, ni en los corredores, ni en el comedor con grandes taburetes de grandes espaldares de cuero estampado con escenas venatorias y patas de quimera, ni en el cuarto de baño, colección de losas, de metales, de catchouc y de mármol, ni en los departamentos de servicio, la cocina gigantesca condecorada con tres largas órdenes de cacerolas de aluminio, sino allí, en el dormitorio, en la vasta habitación que alumbraba para las noches nupciales un globo eléctrico esmerilado, tamizando la luz en una vaguedad submarina, donde Carmen le hizo a su amiga la consabida pregunta:

— Y… ¿eres feliz?

— Hasta más no poder… —repuso Clara, pálida, ojerosa, cerrando los ojos con fuerza.

II

Una hora después, Carmen sabía muy vagamente que el matrimonio de Clara era como el de todas. Cuatro o cinco veces le tocó visitar a sus íntimas en plena luna de miel y siempre, siempre, aquella necedad de “yo lo adoro” y “él no puede estar un instante sin mí”, y el “nos desayunamos tardísimo”, y el “figúrate” y ¡la biblia! Pero por qué ella a los treinta años iba a enojarse por una tonta de más o menos que se casase… ¡No faltaba más! Sin embargo, una especie de instinto muy vago, una como necesidad de verter en aquel platazo de melaza algunas gotas de desconfianza, ¡quién sabe qué!, pero, en fin, algo imperioso como una ley le hizo murmurar, acariciándole el pelo a la recién casada toda fresca e ingenua en su bata de “trousseau”:

— Así dicen todas… 

Y la otra vivamente:

— ¡No!, y así es, por lo menos conmigo. De las otras… no sé… Ahora las compadezco más que nunca porque eso, eso debe ser horrible… Ah, si yo supiera que Jacobo… ¡Nada! me volvería loca. Y sacudió sobre la espalda el pelo desceñido, húmedo, flotante… ¡Me volvería loca!

— Pues mira, niña. Caracas sería un manicomio…

— Pero tú crees… —y los ojos de Clara, clatos e inverosímiles, se clavaron en la morena inquieta, con los suyos tan negros, tan malvados como dos bandoleros en un breñal:

— No; yo no creo… ¿así tan de pronto?

— ¿Cómo tan de pronto?

— Digo, me parece que ellos se portan bien al principio; después, ¡ay chica!, se fastidian, se entretienen… ¡Tú no sabes cómo son los hombres!

La ingenua, zaherida, rasguñada de repente sin saber dónde ni cómo ni por qué, apenas pudo rechazar algo agresivo que se le venía al espíritu, sonriendo, casi irónica:

— ¡No seas zoqueta! Vas a saberlo tú mejor que yo…

Y la otra, con una convicción deliciosa, con un poco de rubor:

— ¡Ah, sí! Mucho mejor; acaso yo no veo a mis hermanas casadas, acaso yo no he visto y oído a mis hermanos… Te empiezan que si una cita con un amigo fantástico en el Club, y este individuo te lo deja un día a almorzar, y luego este individuo está en Antímano, en Macuto, en Los Dos Caminos y hay que ir a hablar con el allá, medio día, un día entero… Y si el individuo fantástico tiene una hacienda fantástica también, te encuentras tú de la noche a la mañana con que tu marido está en una cacería… que… hija, desgraciadamente es lo menos fantástica que puedes imaginarte… Y no creas, te traen del bicho que dicen haber matado hasta un cuero de regalo… ¡Un horror! A Margarita, mi prima, se le apareció un día Juan Francisco con una pierna de venado y, ¡la pobre!, en el hueso tenía pegada una etiqueta del puesto del mercado.

— No, chica, eso no es igual con todos —repuso a media voz, queriendo dar a sus palabras un tono de evidencia que desmentía los ojos desconfiados, fijos en un ángulo de la habitación, hacia el ropero con su luna de tres faces…

Hubo una pausa. De repente ella exclamó:

— ¡Ay, qué olvido!, el pobre Jacobo dejó las llaves…

Por la entreabierta hoja del ropero, una línea oscura del pantalón colgado revelaba la cadenilla de las llaves… Corrió hasta el mueble, descolgó la prenda, trató de soltar el hierrillo sujetador… No podía.

— Mira tú, si sabes.

Y Carmen, diestra, soltó el llavero, dispersando las llaves sobre la cama.

— Espérate, espérate… Las conozco todas. Esta, chiquitina, la de cierto cofrecillo que no conocemos sino nosotros dos; esta, “la chata”, es del “apartado”; esta, del escritorio; esta, la de la caja; esta… esta…

Y de repente se irguió, con una arruga meditabunda en el entrecejo… La otra la miraba en silencio.

— ¿Con qué llave abrió Jacobo entonces la oficina?

Y clavaba la mirada en un llavín inglés niquelado leyendo en el metal un poco idiota: Yale ya… le. Y pensó luego por asociación eufónica… ya le voy a estar preguntando.

— ¿Por qué, chica?

— Porque esta es la llave, la única… López debe saber… —Y luego asomándose a la galería gritó:

— ¡A López, que venga acá!

Vino López; era un viejo sirviente de su marido, medio chofer, medio cocinero, con el perfil huido, disimulado.

— López, ¿don Jacobo tiene otra llave de la oficina?

— No, señó; yo soy quien la cargo. Abrí esta mañana y barrí, como toos los días. La puerta es de gorpe; cuando él sale, la cierra; yo le echo llave después…

— ¿Y esta llave?

El viejo la tomó entre sus dedos, luego de limpiarse la tierra negra del jardín en el pantalón… Se quedó pensativo:

— Esta llave… ¡Yo sé, pues!