Memorias de un Venezolano de la decadencia I.2
€ 2,99
En el segundo libro de sus Memorias, Pocaterra filetea el funcionamiento interno de la dictadura de Juan Vicent Gómez en Venezuela entre 1908 y 1919, hasta que nada de este régimen cruel y sin sentido se vuelve defendible y todos sus partidarios se muestran en su verdadera naturaleza. Al lado del valor histórico, Pocaterra hace un análisis de la represión ejercida por Gómez que resiste la prueba de la historia y puede servir para mirar regímenes similares con una visión clara. No solo señala qué buscar, cómo interpretar los hechos, la comunicación, el discurso, sino que también nos dice claramente cómo actuar, comenzando por el ejemplo de su propia vida.
Lo más probable es que, si tienes este libro en mano, ya no tendremos que mencionar las habilidades de Pocaterra como panfletista y observador político, como un escritor extremadamente talentoso y un activista valiente. Sin embargo, lo que hace que Pocaterra realmente se destaque es la combinación de todo lo anterior con su estilo de escritura fantásticamente ligero y humorístico, tan típico de Venezuela, tan pocas veces encontrado en la escritura pero arraigado en la cultura. Precisamente por eso estas Memorias son un clásico de la literatura venezolana y una lectura obligada para todo aquel que quiera conocer más sobre el país.
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(libro de bolsillo)
José Rafael Pocaterra
periodista, escritor, activista político
José Rafael Pocaterra vivió en Venezuela en la primera mitad del siglo XX. Fue un periodista, escritor y activista político que luchó contra las dictaduras de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez en Venezuela. Durante ese período, pasó varios años en prisión, incluso en la infame prisión de la Rotunda. Posteriormente, en 1929 participó en el fallido intento de golpe, la denominada expedición “Falke”, organizada por el general Delgado Chalbaud, a quien había conocido en la cárcel.
En 1939 se convirtió en ministro de Comunicaciones bajo el gobierno de Eleazar López Contreras, y luego ocupó diversos cargos de embajador. Tras el asesinato de Carlos Delgado Chalgaud en 1950, renunció a su cargo de embajador en Estados Unidos. Falleció en Montreal en 1956.
A lo largo de su vida y sus viajes, siguió escribiendo. Su obra más famosa son sus memorias, así como una serie de cuentos en estilo realismo social sobre la vida en Venezuela, muchos de los cuales se centran en su ciudad natal de Valencia.
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Extracto del libro
“El general” sacudió afirmativamente las quijadas y se aceptó por unanimidad la observación del señor Matos… Había unanimidad en todo; en el tiempo; en lo caluroso de Puerto Cabello; en las enfermedades del estómago que se curan “pasando el mar” y en las enfermedades del estómago que no se curan pasándolo; en la manera de aprobar y en la manera de desaprobar… Sólo que el barco, puesto en franquía tras los cañonazos del Fortín Solano que iban a alterar los círculos concéntricos de los pájaros marinos sobre la lejana Goaigoaza, comenzó a dar tumbos, proa al viento, remontando la corriente de la costa hacia La Guaira. Se había dado orden al comandante que no perdiera de vista el litoral —orden expresa “del general”— y naturalmente la marejada metía de firme… Todos estos generales de agua dulce y estos doctores de tierras adentro, y las gentes “de confianza” del jefe, serranos crudos, en breve sintieron los primeros amagos del mareo… La rueda de “amigos” comenzó a clarearse… Los había chistosos que juraban no haberse puesto malos ni en el golfo de Lyon ni a la altura del cabo Hatteras; otros decíanse supervivientes únicos en mareos terribles atravesando el saco de Maracaibo… Y quienes afirmaban que a bordo se les despertaba un apetito formidable… Hasta entonces “el general” nos observaba con sus ojillos pícaros, por cuyas extremidades le corre a menudo una chispa de malicia amarillenta… De vez en cuando reía y sacudía benévolamente las mandíbulas. Iban los tumbos siendo más frecuentes y tres olas seguidas, las tres clásicas olas del mar libre, causaron a los que estaban de pie la sensación de que les faltaba el piso y a los que estaban sentados hízoles sujetarse a los brazos del sillón temiendo que les abandonara el asiento para siempre.
— ¡Epa! —clamó un mozallón que andaba momentos antes recorriendo de popa a proa el barco con un Winchester terciado y mirándonos como si nos perdonase a todos la vida.
En algunas frentes —al par de las tres olas— surgían tres gotas de sudor gordas, perlíferas…
Ya comenzaban a escucharse las expresiones de costumbre:
— Para no marearse lo mejor es no pensar en el mareo.
— No, si lo que embroma es el olor del barco; la ola no.
Y uno de esos seres heroicos, con la boca torcida y el mondongo anudado de desesperación, decía entre una sonrisa de moribundo, enseñando la dentadura con ese algo de calavera que el mal de mar pone en los rostros:
— Ni el general ni yo mariamos…
Lo dijo y se fue de bruces contra la borda, cabeza abajo, y allí se estuvo sujetando los riñones para no echarlos también.
Gómez —que había pretendido compartir aquella declaración de invulnerabilidad— hizo una mueca horrible. Los tumbos eran tan fuertes que fue menester situar dos marinos para que le tuviesen firme la silla en mitad de la toldilla. No quería bajar al camarote. Los que bajaban le escarmentaban al verles luego aparecer, verdosos, con los marciales mostachos caídos o erizados y las bocas apretadas de pucheros inenarrables… El barco comenzaba a embarcar olas de proa… Presentóse un chubasco costero por barlovento; desataba el toldo; nos calaba de agua… Los de la rueda de “amigos” que quisieron tenerse firmes contra el mar por no dejar solo al general —como si aquella energía en acompañarle a vomitar les uniera aún más en la política de consecuencia revulsiva— habían puesto imposible la cubierta… Me vi obligado a trepar a un rollo de cables y a estarme allí, fumando, entre el cielo y el mar, envuelto en un capote, mientras a mis pies, por el puente, por las toldillas, desde el hueco sombrío de las escaleras del comedor y del salón, en todas las portañolas asomaban bocas descompuestas devorando naranjas, frentes lívidas restregándose con las toallas cogidas en los camarotes… El del Winchester yacía, con la mirada perdida en un charco, inerme cerca del cabrestante al que se abrazaba como al ángel de su guarda cada vez que sentía venir la ola… Iban allí los caudillos, los presidentes de estado, casi todos, los Ministros, los políticos de Caracas y del interior, los cortesanos, los adherentes, los trepadores, los crustáceos ¡la fauna de estos últimos tiempos! y hasta la flora porque notábase allá y acá algún infeliz chayota que nada tenía que esperar de aquello y que se empeñaban en figurar en el cortejo por esa especie de candorosa sinvergüencería que forma la psicología del telegrama “su amigo de todas las épocas”… ¡Tienen los pobrecillos un no sé qué de inofensivo y de vegetal! Iban hombres de bien, sin duda. Pero perdónenme mis compatriotas el mal pensamiento de un instante: si aquel barco se hubiese ido a pique con su “jefe único” y su consejo de gobierno y su gabinete y sus “muchachos” y el autor de estas memorias, ¡qué gran ventaja para la Patria y qué alivio para los deudos de mis protagonistas!