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Tierra del sol amada

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Tierra del sol amada a menudo se conoce como la novela que José Rafael Pocaterra escribió por amor a Maracaibo. No se puede negar que la novela se lee como una clara descripción de la ciudad de principios del siglo XX, casi como una guía de viajes. A través de los ojos del beaumonde de esa época, cruzamos plazas, caminamos en las calles, visitamos el Casino y participamos de la vida de la clase alta.

Sin embargo, esta novela es más que una guía de viajes de la modernidad temprana. Pocaterra es ante todo un realista social, un precursor del Nuevo Periodismo. Su enfoque permanece, como en todos sus libros, en las personas y sus tragedias, en el impacto que sus elecciones tienen en su entorno y en cómo entablan relaciones. Si los editores de este libro se involucraran en generalismos y juegos de palabras, preferirían describirla como una obra sobre el amor en Maracaibo, vivido por el joven protagonista Armando.

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(libro de bolsillo)

José Rafael Pocaterra

periodista, escritor, activista político

José Rafael Pocaterra vivió en Venezuela en la primera mitad del siglo XX. Fue un periodista, escritor y activista político que luchó contra las dictaduras de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez en Venezuela. Durante ese período, pasó varios años en prisión, incluso en la infame prisión de la Rotunda. Posteriormente, en 1929 participó en el fallido intento de golpe, la denominada expedición “Falke”, organizada por el general Delgado Chalbaud, a quien había conocido en la cárcel.

En 1939 se convirtió en ministro de Comunicaciones bajo el gobierno de Eleazar López Contreras, y luego ocupó diversos cargos de embajador. Tras el asesinato de Carlos Delgado Chalgaud en 1950, renunció a su cargo de embajador en Estados Unidos. Falleció en Montreal en 1956.

A lo largo de su vida y sus viajes, siguió escribiendo. Su obra más famosa son sus memorias, así como una serie de cuentos en estilo realismo social sobre la vida en Venezuela, muchos de los cuales se centran en su ciudad natal de Valencia.

Extracto del libro

¡Tierra del sol amada
donde inundado de tu luz fecunda,
en hora malhadada
y con la faz airada
me vio el Lago nacer que te circunda!…”

José Maria Baralt

Del salón, hacia otra pieza, cruzó del brazo de otro, una mujer alta, vestida de negro; llevaba en el pecho una gran rosa roja; sobre el cabello, en mitad de la frente, un aigrette. Reía ruidosamente, y al pasar, un instante, dejó caer la mirada distraída sobre ellos dos… Se alejó siempre riendo, saludando a Pinillos con la mano.

— ¿Quién es?

— Marilala.

— ¡Caracoles con los nombres de aquí! ¿Qué diantres de santo cristiano es ese?

— María Irala, sobrina de don Pancho Irala; la llamamos Marilala. Es prima de las Echeandía, sin padre ni madre; vive con ese tío, solterón empedernido, el viejo Irala, que la quiere como a una hija. Ella es muy amiga mia. Muy inteligente, demasiado quizá. Pero muy buena muchacha… 

— Y agregó con acento de mayor seriedad: —siete u ocho novios, innumerables flirts, ningún amor… Al menos, eso juraría yo.

— Con que ningún amor ¿eh? —preguntaba irónico Armando.

— Pues hombre, así entiendo yo las cosas… ¡No te burles! Pero lo creerás cuando te diga que no es por esto ni lo otro, ¡ni porque ella sea santa!, ¡de todo tendrá menos de eso Marilala! pero tener lo que se llama “un amor”. “una pasión”, pues, no… nunca… Coge los novios y los deja como si fuesen un par de guantes usados… Para otra cosa sería menester que hubiera individuo…

Y alzando perezosamente el brazo hizo un gesto vago que comprendía a todos:

— Aqui…

En Pinillos hablaba una lejana inclinación hacia aquella mujer, que él en el fondo admiraba, quería, amaba tal vez… Nunca se lo dijera; ni se lo diera a entender; sentía en este orden sentimental una pereza, un adormecimiento de la voluntad que acentuaba la desconfía en sí propio, en su aspecto físico, en su posición estrecha… Y aun cuando hablaba mucho con ella, en los encuentros ocasionales, casi siempre durante las fiestas del Casino, su conversación no pasaba nunca de un ingenioso canje de sátiras, de burlas, de ironías, en los cuales le agradaba verse envuelto. Habían llegado a tutearse con la confianza que les iba creando el trato alegre; y ambos hacían gala de una amistad ofensiva y defensiva. Cuando les veían juntos, muy rara vez, porque Pinillos era algo huraño, poníanse en ascuas todos. Eran los dos hierros de “una tijera” terrible que inquietaba hasta la fácil desvergüenza de Gioccondo y el postizo de Tarcilo Céspedes. La alianza de ellos revestía, sin quererlo, una perpetua amenaza para modas, palabras, actitudes… Hay en todo centro pequeño esos ojos “molestos” que estropean la alegría de los demás sin desearlo y sin poder tampoco borrarse y desaparecer… Están allí, los ven, los sienten hasta de espaldas, hay algo magnético que en ellos polariza el ridículo de todos como una descarga eléctrica, y la mirada más ingenua revela la burla más cruel. Esa superstición que aísla a los burlones les hace más agresivos.

A veces Pinillos y Marilala hablaban de sí mismos, pero siempre en el tono ligero, burlón que habían adoptado. Derrochaban ingenio en hacer reír el uno al otro, que era como un sordo y tenaz deseo de agradarse. Y al separarse, a ella le quedaba bajo la risa como un desencanto de no sabía qué, a él, una cólera subterránea, absurda, de ¿por qué era él así? Así… Pero bien, ¿cómo era? No podría expresarlo; pero sentía deber decir otra cosa que no era aquello, la eterna burla siempre, el “turbante” verde que a modo de gorra usaba misia Margarita, lo de los novios de al lado o el triste papel de la menor de las Echeandiita, primas de ella… ¡Qué diablos le importaba a él que esa señora se amarrase un trapo verde a la cabeza y esos muchachos se besuqueasen en las barbas de los vecinos y a la otra le diesen “patatuses” llamando al novio…! En cambio él, Pinillos Fortuni, el burlón, el terrible, el dueño de sí, el eterno censor de las costumbres de su tierra, el escéptico, el misógino, enemigo personal y político del matrimonio, no se atrevía, si señor, esta era la palabra, no se atrevía ni se atrevería nunca a decirle a Marilala.. ¿Qué?, ¿qué iba a decirle?

Y como si éstuviese soñando la vio cruzar de nuevo ante él hacia el cuarto de toilette, seguida de su pareja, que caminaba alborozado dando saltitos y exclamaba con acento curazoleño:

— ¡Presto, dama, presto, que ya van a tocar el “quadrille”!

Pinillos los miró alejarse y masculló:

— ¡Las cosas de Marilala! ¡Ahora y que andar con ese bambo!

— ¡Preséntamela! —rogó de pronto Armando.