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Memorias de un Venezolano de la decadencia I.1

 2,99

En 1907, el periodista activista venezolano J.R. Pocaterra, entonces de dieciocho años, fue encarcelado durante un año en la fortaleza para presos políticos de San Carlos. Sus contribuciones a la revista política satírica Caín habían provocado la ira del dictador don Cipriano Castro, un caudillo que había llegado al poder mediante un golpe militar en 1899. En esta primera parte de sus Memorias, Pocaterra relata el ascenso al poder de Castro y la lucha política entre Castro y su compadre Gómez, quien luego gobernaría Venezuela en una de las dictaduras más largas y brutales de su historia. Honra a sus víctimas reuniendo y compartiendo sus historias, nombrándolas para que se recuerden sus vidas y acciones.

Más que un mero cronista, el joven Pocaterra también sirve con su ejemplo: se enfrenta a la adversidad con coraje y fuerza, pone en práctica sus principios a través de la lucha y tiene una visión clara de su contexto político y de las personas que lo rodean. Su pluma afilada, de esta manera, sirve a todos los que buscan actuar ya sea contra la injusticia, el racismo o la intolerancia, en favor del clima o simplemente por la verdad

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(libro de bolsillo)

José Rafael Pocaterra

periodista, escritor, activista político

José Rafael Pocaterra vivió en Venezuela en la primera mitad del siglo XX. Fue un periodista, escritor y activista político que luchó contra las dictaduras de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez en Venezuela. Durante ese período, pasó varios años en prisión, incluso en la infame prisión de la Rotunda. Posteriormente, en 1929 participó en el fallido intento de golpe, la denominada expedición “Falke”, organizada por el general Delgado Chalbaud, a quien había conocido en la cárcel.

En 1939 se convirtió en ministro de Comunicaciones bajo el gobierno de Eleazar López Contreras, y luego ocupó diversos cargos de embajador. Tras el asesinato de Carlos Delgado Chalgaud en 1950, renunció a su cargo de embajador en Estados Unidos. Falleció en Montreal en 1956.

A lo largo de su vida y sus viajes, siguió escribiendo. Su obra más famosa son sus memorias, así como una serie de cuentos en estilo realismo social sobre la vida en Venezuela, muchos de los cuales se centran en su ciudad natal de Valencia.

Extracto del libro

Una mañana de noviembre de 1907, al bajarnos del tranvía, camino de la redacción, uno de esos gendarmes semipaisamos se nos acerca con una sonrisa ambigua:

— El jefe de la policía, que pasen a verle ahora mismo.

Hemos comprendido, al mirarnos rodeados por otros semblantes de gente hosca y armada, lo que aquella invitación significaba.

Entramos. Se nos destinó un pequeño cuarto que hay allí, pasada la “prevención”, donde duermen los oficiales. Había hamacas tendidas; cobijas puestas al aire; un retrato del general Cipriano Castro, grande; otro cromo pequeñín del Libertador, con una palma bendita y una postal en que cierta bailarina exhibía sus perniles.

Y el coronel Romero, jefe de la policía —un hombretón al parecer contrariado por lo que tenía que decirnos— vino a nuestro encuentro.

— Están detenidos. —explica.

— ¿Por orden de quién y con qué motivo?

— Es la orden que tengo… —evade, confuso.

Todavía no se jactaban los subalternos de esa solidaridad insolente con las arbitrariedades.

Carvallo Arvelo cambió una mirada conmigo.

El coronel Romero parece sorprenderse de que no pronunciemos una sola palabra; y diríase que ello le predispone a nuestro favor. Nos ofrece su hamaca, sus pequeñas comodidades de cuartel. Manda a buscar los periódicos, y sólo deplora que tiene instrucciones de “incomunicarnos” y que no es posible avisar a nuestras familias…

Apenas si cambiamos una frase más. El se marcha. Un instante después penetra con aire dictatorial un señor Luis Enrique Baptista, que es secretario, ayudante o no sé qué, y nos interroga con una energía insólita, sacudiendo la modorra del local:

— ¿Dónde está la llave de la imprenta?

— La tiene su dueño.

— Es que se va a sellar la puerta por orden del doctor Niño.

Ni una palabra. Nos dirige una mirada de furia y sale. A poco regresa acompañado del jefe civil, el coronel Mario Terán L.:

— ¿No tienen ustedes la llave de la imprenta?

— No, señor.

— Por qué?

— Pues por eso mismo… porque no la tenemos.

Frunce el ceño. Se pone heroico:

— Es que la tienen que entregar ahora mismo; hay orden de Caracas para pasarlos al Castillo.

Y como Carvallo Arvelo continúa impasible, fumando, y yo meto la nariz en mi periódico, se agita buscando en derredor una idea o un recurso.

Por suerte entró uno de los policías, jadeante, blandiendo una llave descomunal, de hierro batido:

— Aquí está la llave; ya quedó “eso” listo.

Se marchan satisfechos.

A las dos de la tarde el coronel Romero vuelve y nos dice con semblante de contrariedad:

— Siento mucho… Pero es bueno que se acomoden…