La casa de los Abila
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La casa de los Abila nunca estuvo destinada a ser leída. Pocaterra la escribió para sus compañeros presos políticos en La Rotunda, la infame prisión del dictador Juan Vicente Gómez. Escribió los capítulos en pequeños trozos de papel escondidos dentro de una caja de cerillas y se los pasó a sus compañeros. A través del “telegrama”, el sistema que idearon los presos para comunicarse entre ellos, sus compañeros de prisión le proporcionaban cada vez su retroalimentación: “¡Más, más!”.
Narrando la historia de Juan de Abila, un joven, hijo de una familia de nuevos ricos que decidió trabajar la tierra, Pocaterra se aleja de sus habituales protagonistas de escaladores sociales, intelectuales y miembros de la burguesía. Agrega una suavidad y amabilidad que rara vez encontramos en sus historias, lo que hace de esta su verdadera obra maestra.
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(libro de bolsillo)
José Rafael Pocaterra
periodista, escritor, activista político
José Rafael Pocaterra vivió en Venezuela en la primera mitad del siglo XX. Fue un periodista, escritor y activista político que luchó contra las dictaduras de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez en Venezuela. Durante ese período, pasó varios años en prisión, incluso en la infame prisión de la Rotunda. Posteriormente, en 1929 participó en el fallido intento de golpe, la denominada expedición “Falke”, organizada por el general Delgado Chalbaud, a quien había conocido en la cárcel.
En 1939 se convirtió en ministro de Comunicaciones bajo el gobierno de Eleazar López Contreras, y luego ocupó diversos cargos de embajador. Tras el asesinato de Carlos Delgado Chalgaud en 1950, renunció a su cargo de embajador en Estados Unidos. Falleció en Montreal en 1956.
A lo largo de su vida y sus viajes, siguió escribiendo. Su obra más famosa son sus memorias, así como una serie de cuentos en estilo realismo social sobre la vida en Venezuela, muchos de los cuales se centran en su ciudad natal de Valencia.
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Extracto del libro
Y esta casa que estaba en estima, cualquiera
que pasare por ella se pasmará, y silbara,
y dirá: Por qué ha hecho así Jehová a esta
tierra ya esta casa?
— Pero bueno, lo que me interesa a mi saber es ¿qué dijo, qué razón dio de los reales? —preguntó impaciente.
— Pues verás: el primer día me lo encontré en la ruleta y le di la carta: me dijo que sí, que los tenía, que precisamente los iba a girar… Pero que como esa noche había perdido, le esperase al otro día, sin falta, a las once, en Las Gradillas; que allí él iba siempre. Y me dio la una, las dos y media de la tarde llevando sol, no fuera a venir por entre el Pasaje y a no vernos… Al otro día la misma fiesta; después me dijo que el lunes, el lunes que el martes, y el martes me dejó en la esquina de San Pablo y se me desapareció… Lo volví a encontrar, ya tibio yo, y entonces me hizo la confidencia de que como estaba enredado con una señora casada: —“¿No lo sabías…?” y “para serte franco… Lolita Zaldívar, chico, la mujer del pobre Totón”. —…Para evitar el comentario de un “tercio” que lo estaba espiando… se había tenido que esconder casa de una amiga por allí… Pero que, “primeto Dios, mañana sin falta, negro, te los pongo en la mano”. Y me autorizó para que si no le hallaba a tal hora en tal parte, fuera a buscarlo casa de… Bueno, ya te dije, casa de la mujer esa…
— Me paro allí; aguanto un aguacero en la puerta de “El Postillón de la Rioja”, sin una puya para calentarme el cuerpo; espera que te espera… ¡Nada! Suerte que dieron las dos y llegaron unos mozos decentes, amigos míos y almorzamos con potes, aguacate y cebollines de esos de frasco… Otro día perdido… hay que tomar una resolución enérgica, dije. Si esos reales fueran míos, los daba por perdidos… Pero son de un amigo como tú, ¡de un hermano, pues! ¡Y más que todo, son de una familia! ¡Sagrados! ¡Son santísimos!… Una matrona, una niña…
— Bueno; sí ¿y qué pasó?
— Pasó que muy temprano me fui casa de la… Vallecito…
Toca que toca: me abre una vieja horrorosa, fétida, con un tafetán por la cabeza: —“¡Ella está durmiendo!”. —Es a Fulanito, no es a ella a quien yo busco. —“También está durmiendo”… Y sin otra explicación, me tiró la puerta en las narices… Salí hecho un toro; pero me dio tanta rabia que volví a las diez, como un clavo:
— Dígale a Carlitos que aquí estoy yo —le grité a la vieja— que es Fulano de Tal. —“Él no vive aquí.” — Bueno, pero está aquí. —La vieja vacila, mira hacia adentro, se entreabre un postigo; vuelve para acá compungida y me dice: —Ellos se fueron anoche, temprano, para La Guaira; y no han vuelto.
— Bueno, señora ¡basta de embustes!, usted misma me dice esta mañana que están durmiendo… Y ahora resulta que están en La Guaira, ¿en qué quedamos? Y como me ve indignado, tartamudea: — Sí… ¡pero se fueron! —¿Y no y que fue anoche?… Entonces se mete para adentro, mascullando imprecaciones: —Bueno, señor, urtimadamente, yo no sé…
Y si no me cuadro firme con la vera, me vuelve cisco el maldito lobo que me salió de allá adentro… Logré cerrar el anteportón y coger la calle; me quito de tonterías y me planto en la esquina… Ya no era cuestión para mí, de cobrarle o no: ¡era cuestión de honor! Pasa una hora; dos; a ratos veía que se asomaba por la ventana la tal… Vallecito, con la cabeza alborotada y una bata sucia; me veía y se volvía a meter… Aquí te quiero; prendí el único cigarro, lancé tres bocanadas al aire como aburrido y me marché pian, piano, cruzando la esquina. Esperé allí, pegado a la pared, como un apache. En esto, a la media hora ¡paf! él que va a cruzar y yo que le salgo: — ¿Qué hubo?
El pobre Evaristo se había levantado, emocionado, viviendo el relato: — Sólo por un amigo como tú —exclamó furiosopuedo— yo soportarle a ese… sinvergüenza —perdona la expresión— los cien improperios, las injurias… ¡todo lo que se le ocurrió decirme! ¡Que yo era un sablista!, ¡figúrate!, que yo no tenía ni vergüenza ni ropa, ¡decirme eso a mi mismo!, ¡que yo que me prestaba, a lo que me prestaba era un nadie!, como si los Evaristos no fuéramos aquí “el trapito de la mantequilla”, gente muy noble por los cuatro costados, ¡para que lo sepa! Que esto y lo otro y lo de más allá… En fin, me tupió; y yo, conteniéndome. Con las voces se paró gente, intervino el policía… Se marchó diciendo a gritos que para que me los cogiera yo, se cogía él los reales y que además eran asuntos de familia en los cuales sólo a un… canalla como tú —perdona la expresión— se le ocurre mezclar a un extraño… Y el muy sinvergüenza todavía desde la otra acera, me gritó: —“¡Usted no es más que un vividor, un “gorrero”!