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Vidas Oscuras

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A finales del siglo XIX, la política venezolana dio un giro hacia un Estado moderno y centralizado, haciendo que los caudillos, los terratenientes y vaqueros del campo que habían gobernado el país en sus propios pequeños reinos, fueran cada vez más irrelevantes. Esta transición del poder se tradujo en revoluciones violentas, golpes militares y familias rotas.

¿Pueden el amor y la familia trascender estos choques culturales que vienen con la introducción de la modernidad? El autor explora esta cuestión a través del conflicto entre dos hermanos, cada uno incrustado en su forma de vida, y el noviazgo y amor de Chucha y Gustavo. La conclusión de la obra es clara.

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(libro de bolsillo)

José Rafael Pocaterra

periodista, escritor, activista político

José Rafael Pocaterra vivió en Venezuela en la primera mitad del siglo XX. Fue un periodista, escritor y activista político que luchó contra las dictaduras de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez en Venezuela. Durante ese período, pasó varios años en prisión, incluso en la infame prisión de la Rotunda. Posteriormente, en 1929 participó en el fallido intento de golpe, la denominada expedición “Falke”, organizada por el general Delgado Chalbaud, a quien había conocido en la cárcel.

En 1939 se convirtió en ministro de Comunicaciones bajo el gobierno de Eleazar López Contreras, y luego ocupó diversos cargos de embajador. Tras el asesinato de Carlos Delgado Chalgaud en 1950, renunció a su cargo de embajador en Estados Unidos. Falleció en Montreal en 1956.

A lo largo de su vida y sus viajes, siguió escribiendo. Su obra más famosa son sus memorias, así como una serie de cuentos en estilo realismo social sobre la vida en Venezuela, muchos de los cuales se centran en su ciudad natal de Valencia.

Extracto del libro

Los tres jóvenes, en la sala, tomábanse el cocktail alegremente, chupando bombones; él, contento, satisfecho, con una perspectiva encantadora para después de almuerzo; ellas, con los ojos aguados, mareadillas… Tocaron piano; Gustavo quería un joropo para bailarlo con Conchita, pero Chucha no sabía tocar…

— Sílbalo, pues… Y tarareando, silbando, se pusieron a bailar; por poco echan abajo un jarrón.

— ¡Tú, sí, tú si lo sabes bailar, Chucha, como en el Llano… tú, sí!

Conchita voló al piano… Los primeros compases… luego notas profundas cubriendo fugas de escalas en tres motivos fijos, dos de los cuales agitaban la sangre, febriles, y el otro, de cansancio sensual y melancólico, parecía un último suspiro de placer, cumplido… Y Gustavo, oprimiéndola contra su pecho, ya turbado por los tragos de la mañana, el aperitivo y la música, venciendo muy débiles resistencias, la tuvo toda contra sí, cimbrándole la cintura, deslizando en los pasos de avance por entre las de ella una pierna ágil que se evadía de las lentes huídas del baile entre un contoneo gallardo o se estrechaba a su pareja en las vueltas rápidas; acostada casi en su hombro, con la cara encendida, como si no estuviera en este mundo…

— No, tan pegado no —le rogó, pasito. El la estrechó más, brutalmente. Soltóse, y con las manos en las sienes, suplicó: —¡Ya está, ya está, que me has dejado mareadita!

En efecto, la sala daba vueltas a su alrededor; la sangre le golpeaba las sienes; un tumulto de aire y de agitación le oprimía el pecho donde las rosas que lucía se habían aplastado bailando…

Conchita dejó el piano; les vio con sus ojos claros, sonrientes:

— ¡No, no! Yo no les toco más.

Chucha la cogió a besos, locos, ardientes. — Sí, mi negrita, sí, ¡un pedacito más!

— No… ¡gorro con música…, ni que me paguen!

Insistían.

— Es que voy a aprovechar la escampadita para irme…

Vuelve a llover.

— ¡Chica!, ¿y no estás bajo techo?

— Sí, pero se hace tarde.

— Te quedas a almorzar.

— No, no, ¡cuándo!

— Te quedas… Anda, Gustavo, avisa por teléfono que Conchita se queda aquí.

— No, chica, no puedo…

El corrío a llamar sin oír sus protestas.

— Mi negrita linda, ¡te quedas!, ¡te quedas! En la lucha se habían abrazado, como otras veces, estrechamente. Por una ternura súbita se besaron las bocas un rato… “Tú le quieres más a él”. “¿No? Sí le quieres más.” “Y a mí no”… Y besos fáciles caían uno sobre otro. Cuando Gustavo entró de pronto, las cogió en un solo abrazo. Con un chillido se soltaron, coloradas, confusas:

— ¡Grosero!

— ¡Atrevido!

Y él, imitando las voces: — ¡Grosero! ¡Atrevido! Si no me dan un beso cada una, le digo a mamá que ustedes juegan a matrimonio.

Las dos se miraron, muy turbadas.

— ¿Qué, chica? ¿Qué dice ese loco?

— ¡Sabe Dios!

— Si no me dan un beso…

— ¿Un beso?

— ¡Estará loco!

— No, sin estar loco ¡un besito! donde ustedes quieran… pero en la cara.

— ¡No, ya basta de chanza!

 — Ya está, Gustavo —agregó Chucha más seria, viendo la confusión de su amiga. Las dos se vieron, un instante, como preguntándose qué quería decir aquello… El continuaba impasible: —¡Un beso, o lo digo!

— ¿Y a mí, qué…? —dijo Conchita, riéndose.

Chucha impuso condiciones: —Vendado sí te lo damos.

— ¿Vendado? Bueno; véndenme, pues. Sacó el pañuelo; hubo una pequeña lucha porque él las podía ver por debajo, si no apretaban, y si apretaban mucho, le estrujaban la nariz:

— ¡Caramba con ustedes, que no me dejan ni olerlas!

Alguien le pegó en la boca, Chucha tal vez: — ¡Cállate indecente!

Se estuvo un rato, vendado.

— Bueno, ¿qué, fue, pues?

Un silencio.

— ¡Ya está, pues…!

De pronto alguna le besó en la mejilla; y él la apresó, levantándose la venda. Era la vieja Seráfica, a quien le encantaban aquellas bromas… Las muchachas reían como locas… Seráfica, un poco confusa, explicó que las niñas la obligaron… que ella entraba en ese momento… que ya estaba servido el almuerzo.

La mesa, alegre: reían ellas, Chucha, Conchita, la misma Elisa a quien su hijo obligó a descorchar una de las botellas de Oporto que Crespo le regaló a su papá de las cavas de Miraflores; se hicieron abre-bocas de anchoa con mucha salsa inglesa, se agregó un litro de Burdeos y aceitunas y pâte foi grass… Del patio, florido, venían rágafas húmedas. Un sol tardío penetraba por las vidrieras descomponiendo sus luces sobre los cubiertos, la vajilla, las copas. Un ramo de rosas en el centro. Los platos circularon con entusiasmo. Se achisparon los tres, en la sobremesa grata, en la atmósfera amable no turbada por la presencia grave del marido. Al café hubo un clamor de protesta porque Gustavo encendió un enorme “Londres” de los de su padre. Bajo la mesa, su pie anduvo tropezando al de Chucha; ésta le dio dos pisotones; a los postres, aquel pie travieso había sido acogido, primero con timidez, luego resueltamente, oprimido, entre una caricia de telas…