Grotesque Tales III
€ 2,99
This third book of the bilingual edition of the Cuentos Grotescos by venezuelan writer José Rafael Pocaterra contains three stories.
How does Caracas lottery kid Panchito Mandefuá get invited to a dinner with baby Jesus himself? In this Christmas’ carol Pocaterra delves into his world, and uncovers the truth on the streets of Caracas.
In Claustrophobia a hotel guest shares the story of the death of his wife. Yet, what is said and not said in this chatty man’s story?
A rural village, the wake of a small boy, young love, guns and horses… and the iron first of The Patriarchy.
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(paperback)
José Rafael Pocaterra
journalist, writer, political activist
José Rafael Pocaterra lived in Venezuela in the first half of the 20th century. He was a journalist, writer, and political activist who fought against the dictatorships of Cipriano Castro and Juan Vicente Gómez in Venezuela. During that period, he spent several years in prison, including in the infamous Rotunda prison. Later, in 1929, he participated in the failed coup attempt, the so-called “Falke” expedition, organized by General Delgado Chalbaud, whom he had met in prison.
In 1939 he became Minister of Communications under the government of Eleazar López Contreras, and later held various positions of ambassador. Following the assassination of Carlos Delgado Chalgaud in 1950, he resigned as ambassador to the United States. He passed away in Montreal in 1956.
Throughout his life and travels, he continued to write. His most famous works are his memoirs, as well as the series of short stories in social realism style about life in Venezuela, many of which focus on his hometown of Valencia.
Read the first chapter
La 'I' latina
I
¡No, no era posible! Andando ya en siete años y, burrito, burrito, sin conocer la o por lo redondo y dando más qué hacer que una ardilla.
— ¡Nadal ¡Nada! —dijo mi abuelita—. A ponerlo en la escuela…
Y desde ese día, con aquella eficacia activa en el milagro de sus setenta años, se dio a buscarme una maestra. Mi madre no quería; protestó que estaba todavía pequeño, pero ella insistió resueltamente. Y una tarde, al entrar de la calle, deshizo unos envoltorios que le trajeron y sacando un bulto, una pizarra con su esponja, un libro de tipo gordo y muchas figuras y un atadito de lápices, me dijo, poniendo en mí aquella grave dulzura de sus ojos azules: — ¡Mañana, hijito, casa de la Señorita, que es muy buena y te va a enseñar muchas cosas…!
Yo me abracé a su cuello, corrí por toda la casa, mostré a los sirvientes mi bulto nuevo, mi pizarra flamante, mi libro, todo marcado con mi nombre en la magnífica letra de mi madre, ¡un libro que se me antojaba un cofrecillo sorprendente, lleno de maravillas! —Y la tarde esa y la noche sin quererme dormir, pensé cuántas cosas podría leer y saber en aquellos librotes forrados de piel que dejó mi tío el que fue abogado y que yo hojeaba para admirar las viñetas y las rojas mayúsculas y los montoncitos de caracteres manuscritos que llenaban el margen amarillento.
Algo definitivo decíame por dentro que yo era ya una persona capaz de ir a la escuela.
II
¡Hace cuántos años, Dios mío! Y todavía veo la casita humilde, el largo corredor, el patiecillo con tiestos, al extremo una cancela de lona que hacía el comedor, la pequeña sala donde estaba una mesa negra con una lámpara de petróleo en cuyo tubo bailaba una horquilla. En la pared había un mapa desteñido y en el cielo raso otro formado por las goteras. Había también dos mecedoras desfondadas, sillas; un pequeño aparador con dos perros de yeso y la mantequillera de vidrio que fingía una clueca echada en su nido; pero todo tan limpio y tan viejo que dijérase surgido así mismo, en los mismos sitios desde el comienzo de los siglos.
Al otro extremo del corredor, cerca de donde me pusieron la silla enviada de casa desde el día antes, estaba un tinajero pintado de verde con una vasija rajada; allí un agua cristalina en gotas musicales, largas y pausadas, iba cantando la marcha de las horas. Y no sé por qué aquella piedra de filtrar llena de yerbajos, con su moho y su olor a tierras húmedas, me evocaba ribazos del río o rocas avanzadas sobre las olas del mar…
Pero esa mañana no estaba yo para imaginaciones, y cuando se marchó mi abuelita, sintiéndome solo e infeliz entre aquellos niños extraños que me observaban con el rabillo del ojo, señalándome; ante la fisonomía delgadísima de labios descoloridos y nariz cuyo lóbulo era casi transparente, de la Señorita, me eché a llorar. Vino a consolarme, y mi desesperación fue mayor al sentir en la mejilla un beso helado como una rana.
Aquella mañana de niño nuevo me mostró el reverso de cuanto había sido ilusorias visiones de sapiencia… Así que en la tarde, al volver para la escuela, a rastras casi de la criada, llevaba los párpados enrojecidos de llorar, dos soberbias nalgadas de mi tía y el bulto en banderola con la pizarra y los lápices y el virginal Mandevil tamborileando dentro de un modo acompasado y burlón.
III
Luego tomé amor a mi escuela y a mis condiscípulos: tres chiquillas feúcas, de pelito azafranado y medias listadas, un gordinflón que se hurgaba la nariz y nos punzaba con el agudo lápiz de pizarra; otro niño flaco, triste, ojerudo, con un pañuelo y unas hojas siempre al cuello y oliendo a aceite; y Martica, la hija del herrero de enfrente que era alemán. Siete u ocho a lo sumo: las tres hermanas se llamaban las Rizar, el gordinflón José Antonio, Totón, y el niño flaco que murió a poco, ya no recuerdo cómo se llamaba. Sé que murió porque una tarde dejó de ir, y dos semanas después no hubo escuela.
La señorita tenía un hermano hombre, un hermano con el cual nos amenazaba cuando dábamos mucho qué hacer o estallaba una de esas extrañas rebeldías infantiles que delatan a la eterna fiera.
— ¡Sigue! ¡Sigue rompiendo la pizarra, malcriado, que ya viene por ahí Ramón María!
Nos quedábamos suspensos, acobardados, pensando en aquel terrible Ramón María que podía llegar de un momento a otro… Ese día, con más angustia que nunca, veíamosle entrar tambaleante como siempre, oloroso a reverbero, los ojos aguados, la nariz de tomate y un paltó dril verdegay.
Sentíamos miedo y admiración hacia aquel hombre cuya evocación sola calmaba las tormentas escolares y al que la Señorita, toda tímida y confusa, llevaba del brazo hasta su cuarto, tratando de acallar unas palabrotas que nosotros aprendíamos y nos las endosábamos unos a los otros por debajo del Mandevil.
— ¡Los voy a acusar con la Señorita! —protestaba casi siempre con un chillido Marta, la más resuelta de las hembras.
— La Señorita y tú… —y la interjección fea, inconsciente y graciosísima, saltaba de aquí para allá como una pelota, hasta dar en los propios oídos de la Señorita.
Ese era día de estar alguno en la sala, de rodillas sobre el enladrillado, el libro en las manos, y las orejas como dos zanahorias.
— Niño, ¿por qué dice eso tan horrible? —me reprendía afectando una severidad que desmentía la dulzura gris de su mirada.
— ¡Porque yo soy hombre como el señor Ramón María!
Y contestaba, confusa, a mi atrevimiento:
— Eso lo dice él cuando está “enfermo”.
IV
A pesar de todo, llegué a ser el predilecto. Era en vano que a cada instante se alzase una vocecilla:
— ¡Señorita, aquí el niño nuevo me echó tinta en un ojo!
— Señorita, que el niño nuevo me está buscando pleito.
A veces era un chillido estridente seguido de tres o cuatro mojicones:
— ¡Aquí…!
Venía la reprimenda, el castigo; y luego, más suave que nunca, aquella mano larga, pálida, casi transparente de la solterona me iba enseñando con una santa paciencia a conocer las letras que yo distinguía por un método especial: la A, el hombre con las piernas abiertas —y evocaba mentalmente al señor Ramón María cuando entraba “enfermo” de la calle—; la O, al señor gordo —pensaba en el papá de Totón—; la Y griega, una horqueta —como la de la china que tenía oculta—; la I latina, la mujer flaca —y se me ocurría de un modo irremediable la figura alta y desmirriada de la Señorita…—. Así conocí la Ñ, un tren con su penacho de humo; la P, el hombre con el fardo; y la S el tullido que mendigaba los domingos a la puerta de la iglesia.
Comuniqué a los otros mis mejoras al método de saber las letras, y Marta —¡como siempre! — me denunció:
— ¡Señorita, el niño nuevo dice que usted y es la I latina!
Me miró gravemente y dijo sin ira, sin reproche siquiera, con una amargura temblorosa en la voz, queriendo hacer sonrisa la mueca en sus labios descoloridos:
— ¡Si la I latina es la más desgraciada de las letras…, puede ser.
Yo estaba avergonzado; tenía ganas de llorar. Desde ese día cada vez que pasaba el puntero sobre aquella letra, sin saber por qué, me invadía un oscuro remordimiento.
V
Una tarde, a las dos, el señor Ramón María entró más “enfermo” que de costumbre, con el saco sucio de la cal de las paredes. Cuando ella fue a tomarle del brazo, recibió un empellón yendo a golpear con la frente un ángulo del tinajero. Echamos a reír; y ella, sin hacernos caso, siguió detrás con la mano en la cabeza… Todavía reíamos, cuando una de las niñas, que se había inclinado a palpar una mancha oscura en los ladrillos, alzó el dedito teñido de rojo:
— ¡Miren, miren: le sacó sangre!
Quedamos de pronto serios, muy pálidos, con los ojos muy abiertos.
Yo lo referí en casa y me prohibieron, severamente, que lo repitiese. Pero días después, visitando la escuela el señor inspector, un viejecito pulcro, vestido de negro, le preguntó delante de nosotros al verle la sien vendada:
— ¿Cómo que sufrió algún golpe, hija?
Vivamente, con un rubor débil como la llama de una vela, repuso azorada:
— No señor, que me tropecé…
— ¡Mentira, señor inspector, mentira! —protesté rebelándome de un modo brusco, instintivo, ante aquel angustioso disimulo— fue su hermano, el señor Ramón María que la empujó, así… contra la pared… —y expresivamente le pegué un empujón formidable al anciano.
— Sí, niño, ya sé… —masculló trastumbándose.
Dijo luego algo más entre dientes; estuvo unos instantes y se marchó.
Ella me llevó entonces consigo hasta su cuarto; creí que iba a castigarme, pero me sentó en sus piernas y me cubrió de besos; de besos fríos y tenaces, de caricias maternales que parecían haber dormido mucho tiempo en la red de sus nervios, mientras que yo, cohibido, sentía que al par de la frialdad de sus besos y del helado acariciar de sus manos, gotas de llanto, cálidas, pesadas, me caían sobre el cuello. Alcé el rostro y nunca podré olvidar aquella expresión dolorosa que alargaba los grises ojos llenos de lágrimas y formaba en la enflaquecida garganta un nudo angustioso.
VI
Pasaron dos semanas, y el señor Ramón María no volvió a la casa. Otras veces estas ausencias eran breves, cuando él estaba “en chirona”, según nos informaba Tomasa, única criada de la Señorita que cuando esta salía a gestionar que le soltasen, quedábase dando la escuela y echándonos cuentos maravillosos del pájaro de los siete colores, de la princesa Blanca-flor o las tretas siempre renovadas y frescas que le jugaba Tío Conejo a Tío Tigre.
Pero esta vez la Señorita no salió; una grave preocupación distraíala en mitad de las lecciones. Luego estuvo fuera dos o tres veces; la criada nos dijo que había ido a casa de un abogado porque el señor Ramón María se había propuesto vender la casa.
Al regreso, pálida, fatigada, quejábase la Señorita de dolor de cabeza; suspendía las lecciones, permaneciendo absorta largos espacios, con la mirada perdida en una niebla de lágrimas… Después hacía un gesto brusco, abría el libro en sus rodillas y comenzaba a señalar la lectura con una voz donde parecían gemir todas las resignaciones de este mundo:
— Vamos, niño: “Jorge tenía un hacha…”.
VII
Hace quince días que no hay escuela. La Señorita está muy enferma. De casa han estado allá dos o tres veces. Ayer tarde oí decir a mi abuela que no le gustaba nada esa tos…
No sé de quién hablaban.
VIII
La Señorita murió esta mañana a las seis…
IX
Me han vestido de negro y mi abuelita me ha llevado a la casa mortuoria. Apenas la reconozco: en la repisa no están ni la gallina ni los perros de yeso; el mapa de la pared tiene atravesada una cinta negra; hay muchas sillas y mucha gente de duelo que rezonga y fuma. La sala llena de vecinas rezando. En un rincón estamos todos los discípulos, sin cuchichear, muy serios, con esa inocente tristeza que tienen los niños enlutados. Desde allí vemos, en el centro de la salita, una urna estrecha, blanca y larguísima que es como la Señorita y donde ella está metida. Yo me la figuro con terror: el Mandevil abierto, enseñándome con el dedo amarillo, la I, la I latina precisamente.
A ratos, el señor Ramón María que recibe los pésames al extremo del corredor y que en vez del saco dril verdegay luce una chupa de un negro azufroso, va a su cuarto y vuelve. Se sienta suspirando con el bigote lleno de gotitas. Sin duda ha llorado mucho porque tiene los ojos más lacrimosos que nunca y la nariz encendida, amoratada.
De tiempo en tiempo se suena y dice en alta voz:
— ¡Está como dormida!
X
Después del entierro, esa noche, he tenido miedo. No he querido irme a dormir. La abuelita ha tratado de distraerme contando lindas historietas de su juventud. Pero la idea de la muerte está clavada, tenazmente, en mi cerebro. De pronto la interrumpo para preguntarle:
— ¿Sufrirá también ahora?
— No —responde, comprendiendo de quién le hablo—, la Señorita no sufre ahora.
Y poniendo en mí aquellos ojos de paloma, aquel dulce mirar inolvidable, añade:
— ¡Bienaventurados los mansos y humildes de corazón porque ellos verán a Dios...!
Preguntas
- ¿Cuál es el tema central de este cuento?
- ¿La Señorita y el niño vienen del mismo entorno? Justifica tu respuesta con el texto
- ¿Por qué querría Ramón María vender la casa?
- Dos personajes del cuento mueren. Describe ambas muertes basadas en la información en el cuento. ¿Cuál tiene el mayor impacto sobre el niño y por qué?
The Roman 'I'
I
No, it wasn’t possible! Already seven years old, and dumb, dumb, not recognizing the o for its roundness and getting in everyone’s hair.
— Enough! Enough! —my grandmother said—. He’s to be put in school…
And from that day on, with the active effectiveness in the miracle of her seventy years, she took upon herself to look for a teacher for me. My mother didn’t want her to; she protested that I was still too young, but my grandmother insisted resolutely. And one afternoon, when she came back from the street, she undid some wrapped packages brought to her and took out a backpack, a slate with its sponge, a thick book with lots of pictures, and a bundle of pencils, and placing the grave sweetness of her blue eyes on me, she told me: — Tomorrow, kiddo, to the house of the lady who’s very good and who will teach you many things…!
I threw my arms around her neck; ran all through the house, showed the servants my new backpack, my brand-new slate, my book, everything marked with my name in my mother’s magnificent handwriting, a book that struck me as a little surprise box, full of wonders! —And that afternoon and night not wanting to sleep, I thought how many things I could read and learn from those thick books lined in skin that my uncle left, who was a lawyer, and which I leafed through to admire the vignettes and the red capitals and the heaps of handwritten characters that filled the yellowish margin.
Something definite told me inside that I was already a person capable of going to school.
II
How many years has it been, my God! And I still see the humble little house, the long hallway, the little patio with flowerpots, at the end a canvased gate which made the dining room, the small room where there was a black table with a petrol lamp in which tube danced a hairpin flame. There was a faded map on the wall and another one on the ceiling shaped by leaks. There were also two rocking chairs without bottom, sitting chairs; a small buffet with two plaster dogs and the glass butter dish that pretended to be a hen in its nest; but all so clean and so old that they seemed to have emerged right there, in the same places, at the beginning of ages.
At the other end of the corridor, near where they had placed the chair sent from home the day before, was a green-painted tinajero with a cracked jar; in which crystalline water in musical drops, long and leisurely, sang the march of the hours. And I don’t know why that filtering stone full of weeds, with its moss and its smell of wet soil, reminded me of riverbanks or protruding rocks on the waves of the sea…
But that morning I wasn’t up for imaginations, and when my grandma left, feeling lonely and unhappy among those strange kids, who watched me from the corner of their eyes, pointing at me; before the gaunt features of the Miss with her colourless lips and a nose whose lobes were almost transparent, I burst into tears. She came to comfort me, and my despair became even greater feeling on my cheek, an icy kiss like that of a frog.
That morning as the new kid showed me the reverse of what had been illusory visions of wisdom… so in the afternoon, going back to school, almost crawling behind the maid, I had eyelids red from crying, two superb spankings from my aunt and dragging the backpack, with the slate and the pencils and the virginal Mandevil drumming inside in a rhythmic and mocking way.
III
Later I developed love for my school and my classmates: three ugly girls, with saffron hair and fringed stockings, a fatso who kept picking his nose and poked us with the sharp slate pencil; another skinny kid, sad, with dark circles around his eyes, with a handkerchief and leaves always around his neck and smelling of oil; and little Marta, the daughter of the blacksmith across the street who was German. Seven or eight at most: the three sisters were called Rizar, the fatso José Antonio, Totón, and the skinny boy who died shortly after, I already no longer remember what he was called. I know he died because one afternoon he stopped coming, and two weeks later there was no school.
Miss had a brother, with whom she threatened us when we gave her a lot to do or when one of those strange child rebellions, which expose the eternal beast, erupted.
— Go on! Keep on breaking the slate, spoiled brat, because Ramón María is coming ‘round!
We kept silent, cowering, thinking of that terrible Ramón María who could arrive from one moment to another... That day, with more fear than ever, we saw him staggering as usual, reeking of reflux, the eyes watery, the tomato nose and a palish green vest.
We felt fear and admiration for the man whose sole evocation calmed the school storms and who Miss, all shy and confused, carried by the arm to his bedroom, trying to silence some curse words that we picked up and exchanged with each other below the Mandevil.
— I’m going to tell on you to Miss! —protested almost always with a shriek Marta, the most determined of the females.
— The Miss and you... —and the ugly interjection, unconscious and hilarious, jumped from here to there like a rubber ball, until it hit Miss’s ears.
That was a day that someone would be in the living room, kneeling on the brick floor, the book in hand, and ears like two carrots.
— Boy, why do you say such a horrible thing? —she rebuked me, displaying a severity that contradicted the grey sweetness of her gaze.
— Because I’m a man like mister Ramón María!
And she answered, confused, to my boldness:
— He says that when he is “ill”.
IV
Despite everything, I became the favourite. It was in vain that a little voice rose now and then:
— Miss here, the new kid threw ink in an eye!
— Miss, the new kid is picking a fight with me.
Sometimes it was a strident shriek followed by three or four slaps:
— Here…!
The rebuttal came, the punishment; and then, softer than ever, that long, pale hand, almost transparent, of the spinster, would be teaching me with holy patience, the letters that I learned to recognize with a special method of mine: the A, the man with the open legs —and I evoked mister Ramón María when he came in “ill” from the street—; the O, the fat man, thinking about Totón’s dad—; the Greek Y, a fork —like the one of the slingshot I kept hidden—; the Roman I, the skinny woman —and there hopelessly came to me the tall and ragged figure of the Miss...—. Thus I discovered the Ñ, a train with its smoke plume; the P, the man with a bale on his back; and the S the cripple who begged on Sundays at the door of the church.
I explained the others the improvements that I had made on the method for learning the letters, and Marta, —as always!— denounced me:
— Miss, the new kid says that you are the roman I!
She looked at me gravely and said without anger, without even a reproach, with a trembling bitterness in her voice, trying to make of the grimace on her pale lips a smile:
— If the I is the most unfortunate of all the letters…, could be!
I was ashamed; I felt like crying. From that day on every time the pointer passed over that letter, not knowing why, a dark regret came over me.
V
One afternoon at two, mister Ramón María came in more “ill” than usual, his vest dirty from the lime on the walls. When she went to take him by the arm, she received a shove in which she struck the corner of the tinajero with her forehead. We started laughing; and she, without paying attention to us, followed behind him with her hand against her head… We were still laughing when one of the girls, who had leaned forward to touch a dark spot on the brick floor, raised her little finger dyed red:
— Look, look: he made her bleed!
We suddenly became serious, very pale, with eyes wide open.
I told the story back home, and they forbade me, severely, to repeat it. But days later, when the mister inspector, a neat little old man, dressed in black, visited the school, he asked her in front of us when he saw her bandaged brow:
— How come that you suffered a blow, girl?
Vividly, with a faint blush like the flame of a candle, she replied startled:
— No sir, it’s that I tripped…
— That’s a lie, mister inspector, a lie —I protested in an abrupt, instinctive way, before that anguished deceit— it was her brother, mister Ramón María who pushed her, like that… against the wall… —and with plenty of expression, I gave the old man a formidable push.
— Yes kid, yes I know… —he mumbled.
Then he said something else between his teeth; stayed around for a few moments and left.
She then took me with her to her room; I thought she was going to punish me, but she sat me on her lap and covered me with kisses; cold and tenacious kisses, of maternal affections which seemed to have been sleeping for a long time in the network of her nerves, while I, restrained, felt beside the coldness of her kisses and the icy strokes of her hands, teardrops, warm, heavy, falling in my neck. I raised my head, and I could never forget that painful expression that stretched the grey eyes full of tears and formed, in her slender throat, a knot of anguish.
VI
Two weeks passed, and mister Ramón María didn’t return home. Other times these absences had been brief, when he was “in the slammer”, according to Tomasa, the only servant of the Miss, who when she was out to negotiate his release, stayed to teach us, and who spun beautiful tales about the bird of seven colours, of princess Snow White or about the always new and cunning pranks that Uncle Rabbit played on Uncle Tiger.
But this time, Miss didn’t go out; a serious matter distracted her in the middle of the lessons. Then she was out two or three times; the maid told us that she had gone to the house of a lawyer because mister Ramón María had taken upon himself to sell the house.
When she came back, pale and tired, Miss complained of a headache; she suspended the lessons, she would stay absorbed for long periods, with the gaze lost in a mist of tears… Then she would make a sharp gesture, open the book on her knees and begin to point out the reading with a voice that seemed to moan all the resignations of this world:
— Let’s go, kid: “George had an axe…”
VII
It’s been fifteen days without school. The Miss is very sick. From home they went visiting two or three times. Yesterday afternoon I heard my grandmother say she didn’t like that cough at all...
No idea who they were talking about.
VIII
The Miss died this morning at six…
IX
They dressed me in black, and my grandma took me to the house of the deceased. I barely recognize it: on the shelves of the buffet there is neither the chicken nor the plaster dogs; the map on the wall has a black ribbon across; there are many chairs and many people who mourn and smoke. The room is full of mumbling neighbours. All the students are in a corner, without whispering, very serious, with the innocent sadness of mourning children. From there we see, in the centre of the little room, a narrow coffin white and long just like Miss, which is where she is put. I imagine her with terror: the Mandevil open, teaching me with the yellow finger, the I, specifically the roman letter I.
At times, mister Ramón María, who receives the condolences at the end of the corridor and who instead of the green denim vest wears a black sulfur jacket, goes to his room and returns. He sits sighing with a moustache full of droplets. No doubt he has cried a lot because his eyes are more tearful than ever and her nose is flushed, purple.
From time to time he’s heard and says with a loud voice:
— She looks as if asleep!
X
After the burial, that night, I was afraid. I don’t want to go to sleep. Grandma has been trying to distract me by telling beautiful stories of her youth. But the idea of death is stuck, stubbornly, in my brain. Suddenly I interrupt her to ask:
— Will she suffer now too?
— No —she answers, understanding who I was talking about—, Miss doesn’t suffer now!
And with those dove eyes on me, that sweet unforgettable look, she adds:
— Blessed are the meek and the pure of heart, for they shall see God!…
Questions
- What is the central theme of this story?
- Do the teacher and the kid come from the same background? Justify your answer with the text.
- Why would Ramón María want to sell the house?
- In the story, two characters die. Describe both deaths based on the information in the story. Which one has more impact on the kid, and why?