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Memorias de un Venezolano de la decadencia II.2

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Bajo el liderazgo del general Román Delgado Chalbaud, José Rafael Pocaterra participa en el golpe del Falke de 1929, un golpe militar destinado a derrocar al régimen de Gómez de una vez por todas. En La Oposición, Pocaterra comparte su análisis de la oposición a Gómez en el exterior, la preparación del golpe, sus aventuras en el crucero Falke y los combates en Venezuela, así como las secuelas.

El golpe del Falke, que lleva el nombre del crucero polaco que los rebeldes tomaron para llegar a Venezuela, puede ser uno de los eventos más criticados en la historia venezolana. La culpa del fracaso de la acción recae en Pocaterra, quien se encuentra, como uno de los pocos supervivientes, en la posición de tener que defenderse. Su libro, sin embargo, no está escrito como una defensa, sino más bien como un análisis político y un relato histórico de los hechos, en línea con los libros anteriores de sus Memorias.

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(libro de bolsillo)

José Rafael Pocaterra

periodista, escritor, activista político

José Rafael Pocaterra vivió en Venezuela en la primera mitad del siglo XX. Fue un periodista, escritor y activista político que luchó contra las dictaduras de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez en Venezuela. Durante ese período, pasó varios años en prisión, incluso en la infame prisión de la Rotunda. Posteriormente, en 1929 participó en el fallido intento de golpe, la denominada expedición “Falke”, organizada por el general Delgado Chalbaud, a quien había conocido en la cárcel.

En 1939 se convirtió en ministro de Comunicaciones bajo el gobierno de Eleazar López Contreras, y luego ocupó diversos cargos de embajador. Tras el asesinato de Carlos Delgado Chalgaud en 1950, renunció a su cargo de embajador en Estados Unidos. Falleció en Montreal en 1956.

A lo largo de su vida y sus viajes, siguió escribiendo. Su obra más famosa son sus memorias, así como una serie de cuentos en estilo realismo social sobre la vida en Venezuela, muchos de los cuales se centran en su ciudad natal de Valencia.

Extracto del libro

— ¡No se ve a Cumaná, ni el faro siquiera! —le dije.

— Si quiere yo subo al mástil a ver si distingo.

El barco trepidaba con toda la máquina al máximo; un ventarrón de la marcha a duras penas permitía estar de pie en el puente.

— ¿Usted puede intentarlo?

— Sí —me dijo resueltamente.

— Venga.

Lo tomé del brazo y al subir al puente, el general Delgado Chalbaud me abrazó, radiante:

— Allí está Cumaná.

En efecto, una corona de luces rayaba el fondo negro.

El Capitán Pérez descendió a ocupar su puesto.

Desde ese instante procedióse a traer a la borda la chalupa que restaba y se bajó un bote de a bordo. Por la escala, a babor, descendió la columna Flores con sus Jefes, luego la columna Alcántara y en otra embarcación la columna Carabaño. Al bote descendieron los quince hombres de la Guardia de Honor al mando de Mendoza, las dos ametralladoras con sus oficiales, y por último, el General Delgado Chalbaud, quien mostrándome su reloj pulsera me dijo:

— Van a dar las cinco; qué le parece, y Pedro Elías —referíase a Aristeiguieta— no ha roto los fuegos por tierra.

Me pidió agua con unas gotas de brandy de mi frasco de campaña y pasó a darme instrucciones finales:

— Aquí le dejo cuatro hombres. Fórmelos en el puente. Sabe que no contamos con la tripulación, que el barco es arrendado. Suceda lo que suceda, sálveme el barco y que ni éste ni el resto del parque sean precio de una infamia. Húndalo, si no puede salvarlo, antes de que caiga en poder de Gómez y sea además del ridículo, la ruina total de mi familia, pues sabe todo lo que tenemos está garantizado solamente por la hipoteca de los intereses de mi esposa e hijos. Le queda también mi hijo Carlos a bordo. Es un hombre más. Pero usted soy yo.

— ¿Qué señal me deja del resultado del ataque caso de no despacharme un ayudante a bordo?

— Si oye las campanas de la iglesia al vuelo dentro de dos horas.

— ¿Y en caso de un desastre?

— Que ni el barco ni el parque que queda caiga en manos de ellos.

Al despedirlo en la escala me ordenó personalmente dar la orden de salida a las piraguas picando la amarra para que no se retardara un segundo la operación. El capitán Zipplitt permanecía en el puente nerviosísimo, disputando con el práctico porque éste iba metiendo el barco ya a cien metros escasos del muelle, según órdenes directas. A un cuarto de máquina remolcamos las tres embarcaciones hasta allí y entonces el General en Jefe me hizo la seña convenida.

Me incliné sobre la borda y piqué amarras:

— ¡General Flores!

— ¡General Alcántara! ¡con todos los canaletes a tierra!

El bote con el Gral en Jefe partió a su vez. Las embarcaciones se dividieron. El bote del General en Jefe tocó primero el muelle mientras el Gral. Flores, a la cabeza de su columna, echóse con el agua al pecho para tomar tierra de flanco, sobre el resguardo. Siguiéronle Alcántara y Carabaño con sus efectivos. Hubo una descarga desde el Resguardo sobre las embarcaciones a la que no respondieron los nuestros, tomando tierra sin disparar un tiro. Los del Resguardo huyeron. Era casi una compañía.

A todas estas nuestras fuerzas se internaron en la ciudad y comenzó la pelea. El capitán pretendió retirarse del muelle y fue entonces que obligué a dar fondo al oficial de proa Koelling, que no osó oponerse.

Permanecí en el puente con mis cuatro compañeros. La ciudad tenía todas las luces encendidas. Oíanse descargas cerradas del enemigo y las nuestras cada vez más espaciadas. El vigía empezó a funcionar su artillería, pero sus primeros tiros debían de pasar muy altos sobre nosotros.